¿Es posible que el muralismo conserve su fuerza crítica dentro del sector privado?
El mural nació para ser público, monumental, político. En México, su historia está ligada a muros que hablaban por y para el pueblo: escuelas, hospitales, palacios de gobierno. Ahí, artistas como Rivera, Orozco y Siqueiros pintaron no solo imágenes, sino ideologías. Pero hoy, muchos murales ya no están en plazas abiertas, sino en vestíbulos de hoteles boutique, salas de juntas corporativas o muros de centros comerciales.
Y entonces surge la pregunta: ¿puede el muralismo mantener su esencia crítica cuando se traslada al espacio privado?
La respuesta es compleja. Por un lado, el arte mural ha encontrado en el sector privado una vía de subsistencia. Empresas, desarrolladores inmobiliarios, hoteles y marcas han comenzado a valorar el impacto visual, simbólico y comercial de tener un mural en su espacio. Genera identidad, ofrece una narrativa de marca, da prestigio y conecta emocionalmente con clientes y visitantes. Algunos incluso destinan fondos significativos para encargar obras a artistas emergentes o consagrados.
Pero no todo lo que brilla es pintura fresca. El paso de lo público a lo privado implica también límites creativos: censura, exigencias estéticas, despojo de contenido crítico o imposición de temas decorativos. Un mural puede convertirse en mera ambientación, en fondo para selfies, en objeto de consumo sin conflicto ni profundidad.
Sin embargo, hay casos en México que demuestran que es posible equilibrar arte y empresa sin perder el espíritu del muralismo. Algunos hoteles han optado por invitar a artistas a crear obras con fuerte carga cultural o social; empresas han abierto sus muros a discursos sobre inclusión, territorio o historia local; incluso hay centros comerciales que han apostado por murales de gran escala que dialogan con la comunidad circundante.
El reto está en no perder el contenido por el contenedor. En recordar que un mural no solo adorna, sino que también comunica, provoca, interpela. Que su fuerza radica en lo que cuenta, no solo en cómo se ve. Y que, incluso dentro de los márgenes del capital, el arte puede resistir, transformar y dignificar.
En un país como México, donde los muros han hablado por siglos, el mural sigue siendo una trinchera de significado. Aunque cambie de espacio, su voz —si se lo permitimos— puede seguir resonando.




